El hombre, la resaca y el perro (Carlos Lapeña)
Categoría: La caja negra
Con el primer trago de agua se recolocaron las extremidades. Brazos y piernas volvieron a ser partes articuladas y obedientes de un todo fluctuante. Con el segundo trago el tronco demostró ser un depósito estanco, sin filtraciones ni pérdidas incontroladas.
Con el tercero, la cabeza se unió al cuerpo y, tras tomar conciencia de todas, o casi todas, sus posibilidades, optó por la de tambor y golpeó sin piedad el cerebro y la dignidad de Jacinto, quien, rindiéndose a la evidencia y plegándose ante el poder de la resaca, desanduvo el camino andado y regresó desde la cocina al dormitorio, para meterse en la cama y dejarse morir lenta e inquietamente hasta mañana.
Pero, entonces, llegó Kan, su perro, y le lamió que de eso nada, que tengo hambre y paseo y más te vale saciar esas dos tenencias si no quieres que ladre y ponga perdido el piso. Así que el lamentable Jacinto volvió a ensamblar sus partes, reconstruyó el todo de su cuerpo, operativo solo a media máquina, y se ocupó de Kan bajo la presión apenas soportable del tam-tam machacón de su cabeza.
Ya en la calle, el sol del invierno ayudó a elevar el sufrimiento acústico con el lumínico y el embotamiento se hizo hombre, con especial pastosidad en la boca y movimientos premonitorios en el vientre. Y entre lamentos silenciosos, Jacinto pudo saludar a varias vecinas y algunos vecinos, extrañamente familiares y parecidos esa mañana, no sabría decir si por méritos propios o por su particular y condicionada percepción.
En todo caso, Kan meó y cagó ajeno a estas disquisiciones, Jacinto roció con agua y embolsó lo que debía, la mañana se fue acomodando a su lugar en el calendario y la huella de la fiesta pasada se fue diluyendo con el paso de las horas entre la fisiología vengativa y un arrepentimiento laxo.