Los alfajores mágicos (Javier González)

Los alfajores mágicos (Javier González)

Categoría: La caja negra

Hans salió de casa muy temprano con el encargo de vender la única vaca que les quedaba. Su madre insistió en la importancia de una buena venta, pues de ese modo comprarían comida para pasar el invierno. Silbando su melodía favorita arrancó camino al mercado que distaba a una media jornada de su casa. Saludando a los pajarillos y a las liebres que encontraba en la ruta, fue a dar con un extraño individuo al que jamás vio por aquellos parajes.

-Un extranjero de paso –pensó.

Nada más acercarse a Hans y sin mediar un buenos días le propuso un trato.

-Te cambio tu vaca por este puñado de alfajores mágicos –soltó sin vacilar.

Se miraron fijamente sin que ninguno hablara, hasta que Hans, pensando que no debía pensar más, decidió no dejar pasar la oportunidad que el destino le brindaba y cambió su flamante vaca por un puñado de alfajores mágicos.

Apenas avistó el tejado de su casa comenzó a gritar con jubilosa voz la maravilla que la fortuna había puesto en su camino. La madre de Hans, sorprendida por la rapidez de su hijo en volver del mercado, sospechó que nada bueno atacaría sus oídos. Cuando escuchó, atónita, por boca del muchacho, la historia de la vaca y los alfajores mágicos le dio un parraque que a punto estuvo de ocasionarle el óbito más fulminante que le pueda pasar a una madre que ve como su vaca, su futuro, ha quedado reducido a un puñado de dulces navideños.

-¿Tú, además de tonto, eres tonto? -le dijo a su hijo mientras tiraba por la ventana los alfajores.

-¿Alfajores mágicos? He odiado toda mi vida los alfajores y tú, zoquete, cambias a la vaca que debía darnos de comer porque un espabilado te afirma que esta mierda es mágica.

Hans, que había mantenido la cabeza hasta ese momento agachada, ante la mirada en picado de su madre, pudo contemplar con toda claridad como los alfajores que habían caído bruscamente en el suelo se convertían en hermosas vacas, impolutas, de exuberante cornamenta y unas ubres gigantes cargadas de leche, capaces de abastecer a una ciudad entera ellas solitas.

Sin cruzar palabra alguna, madre he hijo cogieron sendos cubos de zinc y se pusieron a ordeñar a cada una de las vacas. En poco menos de media hora habían agotado todos los bidones que tenían.

Las vacas alfajoreras no solo daban cada día más cantidad de leche sino que además era de un sabor inusual, más dulce y apetitoso y aportaba tal energía a quien la consumía que convertía la vejez en un juego de niños.

Venían de toda la comarca a comprar la leche de Hans. El dinero caía en sus bolsillos en cantidades tan grandes que tuvieron que comprar muchísimas cosas para hacer hueco en las cajas fuertes. Mandaron construir una casa nueva, un nuevo establo con todo lujo de detalles, un almacén de grandes dimensiones y un armario ropero de escándalo.

Desde el día que cayeron los alfajores mágicos al suelo, madre e hijo no volvieron a discutir. Se dedicaron en cuerpo y alma a explotar la inagotable fuente de leche que poseían y cuyos réditos les había convertido en la madre e hijo más ricos del lugar.

Los buenos vecinos de Hans bebían varios litros al día de aquella leche que les hacía más vigorosos, tanto que las familias crecieron en vástagos a gran velocidad y estos, alimentados, cómo no, con el maná de las vacas alfajoreras, crecían a un ritmo vertiginoso.

Pasaron los años y las vacas daban cada vez más leche y de mejor calidad. La comarca cuadruplicó su población, no solo por los nacimientos que se producían. Las muertes o eran accidentales o provocadas porque por enfermedad, por decrepitud o de modo súbito no se producían. Era una comarca cuasi inmortal.

La tierra no daba ya alimentos suficientes para alimentar a tanta prole. Los animales, incluidas las mascotas, pasaron a formar parte de la dieta hasta que se extinguieron. Sin nada que echarse a la boca, bebían y bebían leche de Hans. Fueron engordando desaforadamente a base del milagroso lácteo. En sus sienes nacieron unas incipientes protuberancias que florecieron en cuerno blanco y puntiagudo. Para sostener mejor el peso decidieron volverse cuadrúpedos. Cambiaron sus ropas por una piel repleta de finos pelillos puntiagudos. Se transformaron a fuerza de leche en vacas y Hans y su madre, que nunca la bebieron, se vieron rodeados por miles de vacas buscando ser ordeñadas. El silencio en la vida de Hans se convirtió en una sinfonía de mugidos constantes y ensordecedores que no cesaban ni de día ni de noche.

Cada vez más hinchadas la multitud vacuna rodeaba la casa de Hans esperando que alguien aliviara su exceso de leche. Los dos agazapados tras las ventanas contemplaban como cada vez venían más y más infladas. De pronto, los mugidos se tornaron en gritos desesperados y una multitud de explosiones dieron rienda suelta a un tsunami blanco que arrasó la casa, el almacén, el establo y toda la comarca que acabó cubierta y ahogada en un mar lácteo y viscoso. Hans y su madre se hundieron en los blancos fondos como migas de sobaos en la taza del desayuno. El tiempo, el viento y el sol fermentaron la leche hasta convertir en un gran queso el océano blanco que sin querer había traído la torpeza de Hans al aceptar el absurdo trueque con un tipejo que nadie vio y que no volvió nunca…

-Hans, despierta, ya es Navidad –le susurraba su madre para no molestarle.

-Tuve un sueño muy extraño –dijo aún con voz soñolienta.

-Luego me lo cuentas. Tienes que asearte y desayunar para ir al mercado a vender los alfajores.

-¿Los alfajores mágicos?-exclamó con voz asustada.

-¿Mágicos? Son los alfajores que vendemos todos los años por estas fechas. Cada día estás más bobo –le replicó su madre.

-¿Y si en el camino me encuentro con un desconocido que me ofrece cambiar los alfajores por un puñado de vacas, qué hago?

-Ordeñarlas –apostilló a modo de burla.

-¡Nooooooooooo! –Hans salió corriendo como alma que lleva el demonio.

– Lo que digo. Cada día más bobo –sentenció con abnegada paciencia la madre.

Imagen extraída de Depositfhotos

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