La fe y las montañas (Eva Soria)
Categoría: La caja negra
Nunca me gustaron las estatuas de budas y sus distintas representaciones en los jardines de viviendas privadas, por eso cuando llegué a mi nueva casa me sorprendió ver en la entrada del bloque una estatua diminuta con la cabeza calva, muy reluciente y que adornaba la entrada entre plantas de bambú.
La timidez de los primeros días impedía que preguntara a mis nuevos vecinos el sentido de esa estatua en el inmueble, aunque lo sorprendente llegó algo más tarde.
Cada vez que veía a alguien entrar o salir del edificio, posaba su mano sobre la cabeza del pequeño buda para pedir algún deseo o por simple superstición. Con el tiempo intimé con el vecino de la primera planta, y ¡Dios! ¡Cómo me ponía! Siguiendo la moda vikinga, todas las trenzas que no podía hacerse en la cabeza las tenía en la barba. Fue él quien me informó de la misteriosa aparición de la noche a la mañana de la figura asiática. El nuevo inquilino de bronce presidía todas las reuniones de la comunidad y desde entonces las trifulcas cesaron. Todo el mundo sonreía, hubo quien dejó sus arraigadas creencias religiosas para entregarse por completo al nuevo líder de la comunidad. Creyentes y escépticos compartían el mismo ritual con la pose de manos sobre la pequeña escultura, haciendo que su calva brillara tanto que la luz del foco del portal reflectada sobre la diminuta talla, iluminara toda la entrada de la calle. Yo también entré de lleno en las costumbres de la comunidad.
Desde hacía tiempo, cada vez que me cruzaba con el vecino del primero (¿ lo recuerdan?) el pálpito se aceleraba y mis plegarias con él.
Y así, sin ser creyente, pero practicante, el milagro llegó a mi vida. Como una sierva más y después del ritual comunitario, el pequeño buda hizo un movimiento sutil con sus ojos, ampliando su sonrisa. Al cerrar la puerta del portal y de camino a la parada del bus, pensé:
“Este cae en 3, 2, 1…”. Mi vecino, no el buda, claro.