El coronel y sus oxímoros (Frantz Ferentz)

El coronel y sus oxímoros (Frantz Ferentz)

Categoría: La caja negra

Hacía mucho tiempo que Pacho había dado su consentimiento a visitar el colegio de la profesora Rosaura cuando estuviese en Colombia.

Ella lo había conocido a él en una feria del libro infantil y juvenil en España que había seguido en línea. Le había encantado el taller que Pacho impartió sobre escrituras adhesivas, una técnica de creación literaria para adolescentes a partir de etiquetas de productos. Nunca se habría imaginado que de las instrucciones de uso, o de la composición de un producto doméstico se pudiese escribir un cuento. Además, el propio tallerista era escritor, de modo que Rosaura se quedó con el contacto de él y comenzaron una relación epistolar electrónica.

Durante varios meses, Rosaura trabajó con sus alumnos adolescentes las técnicas de Pacho y convenció a este para que le mandase PDFs con sus cuentos para que los leyesen sus estudiantes, los cuales los devoraban con fruición.

Rosaura era una magnífica animadora y mediadora. Pronto todos los cursos superiores del colegio estaban trabajando con las escrituras adhesivas. Salían cuentos de las cajas de galletas, de las etiquetas de las medias, de las instrucciones de uso de los tampones… Cualesquiera instrucciones escondían un cuento, solo era cuestión de encontrarlo.

— El 7 del próximo mes vuelo a Colombia para unos seminarios. Estaré una semana en Bogotá —anunció finalmente Pacho.

A Rosaura se le abrió el cielo.

— ¿Y el profe vendrá a visitarnos a mi colegio? —inquirió Rosaura.

— Claro, te lo prometí —respondió él.

Cuadraron fechas. En dos semanas acudiría al colegio Henry Tudor y tendría un conversatorio de dos horas con los chicos del colegio.

Ya en Colombia, Pacho intercambió con más frecuencia mensajes con Rosaura. Él le escribió preguntando si podrían verse antes. Ella le respondió que lo recogería en el hotel con un taxi y que además lo invitaría a almorzar.

— ¡Qué menos, profe! —respondió ella toda emocionada, pues por fin iba a conocer en persona a aquella fuente de inspiración.

Pero los planes cambiaron. La víspera del encuentro, Rosaura texteó a Pacho que el coronel mandaba un taxista de mucha confianza y un escolta a recogerlo al hotel.

«¿El coronel? ¿Un escolta?», inquirió Pacho en el mensaje de respuesta.

«Sí —respondió ella—, es que el rector de mi colegio es un coronel».

Pacho ya no podía echarse atrás. Había dado su palabra de que iría al colegio e iba a cumplirla. Su pasado de activista antimilitarista y pro-objeción de conciencia en su país quedaría debidamente oculto. Le había dicho a Rosaura que no era creyente, pese a que el colegio era religioso, pero que eso no era problema. No obstante, cuando supo del coronel, surgieron en su mente imágenes de militares bien armados y con la camisa desabotonada para mostrar sus pechos de lobo cargando un cristo de madera crucificado. Euangelium terroris armatum, le llamaban, uno de tantos oxímoros. Si el tal Cristo levantara la cabeza…

La mañana establecida, con puntualidad marcial, dos autos esperaban a Pacho a la puerta del hotel. Un hombrecillo menudo y con mascarilla —eran aún tiempos de pos-pandemia de covid— acudió rápidamente a recibir a Pacho. Le estrechó la mano mientras le decía:

— Profesor, buen día. ¿Cómo amaneció? ¿Ya desayunó? Reciba el más cordial saludo de mi coronel.

Aquel mi coronel resonó como un mazazo en la cabeza de Pacho. Era un paso más en dirección al abismo.

— Gracias, muy amable —respondió Pacho, preguntándose si es que accederían a una zona de guerra, por lo del escolta.

Finalmente, se montó en un taxi blanco, seguido por el auto del escolta del coronel. En el trayecto se toparon con lo esperable, con un trancón considerable en dirección sur. Pacho enseguida entendió lo del taxista de mucha confianza. Como también ocurría en Europa con ciertos taxistas, este escuchaba una emisora de extrema derecha que hacía llamados mal disimulados a montar un golpe de estado contra el presidente colombiano.

El colegio no se veía desde fuera. Los muros, rematados en concertinas, ocultaban el lugar desde la calle. Un gran portón metálico se abrió y el taxi penetró, pero antes entró el auto del escolta, quién rápidamente descendió para recibir a Pacho a la puerta del taxi.

— Profesor, mi coronel lo está esperando.

En ese momento, apareció Rosaura. Lo abrazó afectuosamente, mientras le decía:

— Profe, por fin nos conocemos personalmente.

Pacho pensó que tendría algún tiempo para hablar con ella, le había traído libros para regalarle, le había hecho una estupenda impresión, pero antes había que saludar al coronel.

El coronel era un tipo con cara de calamar, con la boca ligeramente desequilibrada, donde una parte del labio inferior colgaba levemente. Todo su cabello era blanco, bien rasurado por los bordes. Su cabeza era casi cuadrada, sus ojos menudos, aún más empequeñecidos por las lentes de miopía, con lo cual era muy difícil que su mirada fuese penetrante, atemorizadora, por lo que era claro que tenía que servirse de otros medios para imponerse. Ahí entraba en juego su abrigo militar, recio, marrón, pesado, aunque sin galones, que hacía creer que tenía dos veces más cuerpo del que realmente tenía. Además, en la mano izquierda llevaba un reloj de oro, mientras que en la derecha lucía dos pulseras también de oro (o al menos lo parecían).

— Bienvenido, profesor —saludó él todo regio—. Tome asiento.

Rosaura también se sentó. El coronel preguntó a Pacho si quería un tinto, pero este lo rechazó con toda la suavidad que le fue posible. Luego, de improviso, se dirigió a Rosaura y le espetó:

— Profesora, continúe con la preparación del evento y regrese cuando esté todo listo.

— Si, coronel.

Por un momento, Pacho creyó que se dirigiría a ella como sargenta o algún otro rango militar.

Ella salió obediente, se diría que incluso sumisa. Pacho se quedó a solas con el coronel en su oficina, un lugar pensado para el trabajo, con mesa de reuniones. Lo cierto es que Pacho no reparó demasiado en el lugar, solo quería irse de allí y perder de vista a aquel tipo.

Pero no. El coronel tenía otros planes. El coronel quería deslumbrar al visitante con su dilatada experiencia, que no era precisamente docente. El coronel empezó a querer empatizar con el visitante contándole como había pasado unos años magníficos de su carrera en España formándose, contando, por ejemplo, cómo funcionaban los ascensos en un país y en el otro, siempre ponderando al ejército español, lo cual revolvía las tripas de Pacho. El coronel, que solo hablaba de lo militar, explicó que se había pensionado veinte años atrás y que ahora gobernaba aquel colegio con el fin de crear en aquel espacio un punto de innovación pedagógica. Tal cual.

Y el culmen fue cuando el coronel mostró a Pacho una fotografía en la que Juan Carlos I le daba la mano tras entregarle un diploma. Juan Carlos I, el exrey exiliado, millonario a base de comisiones, mujeriego enfermizo y amigo de delincuentes empresariales y bancarios, así lo veía Pacho.

En medio de todos aquellos recuerdos, el coronel se interrumpía constantemente para responder mensajes del celular. Incluso la secretaria entró dos veces para recibir el visto bueno de una carta a un abogado, según explicó.

Pacho aprovechó para textear y pedirle a Rosaura que lo sacase de allí. Ella acudió rauda. Entró en la oficina y rescató efectivamente a Pacho justificándolo como que quería mostrarle las instalaciones. El coronel accedió con un gesto de la mano, algo más importante atraía su atención.

Finalmente, Pacho abandonó la oficina. Accedió al patio de entrada y entonces sí se fijó en los edificios. Como era de esperar, el colegio tenía estructura de cuartel. Desde la calle no se veía nada porque no había realmente edificios como tales. Todo el recinto escolar se componía de barracones, lo cual acentuaba las semejanzas entre el colegio y un cuartel. Era menos regio, ciertamente, pero la estructura era equiparable.

El profesorado no se veía especialmente feliz. Probablemente muchos de ellos trabajaban allí, porque no tenían un sitio mejor. Rosaura se los iba presentando uno a uno. Entre ellos estaba doña Virginia, la esposa del coronel.

— Profe, esta es doña Virginia.

Era una mujer que podría parecer invisible, ya en edad de jubilación, como su esposo, anodina y blanqueada por el maquillaje. El detalle que más llamó la atención de Pacho al darle la mano es que era como sacudir un pez muerto. En fin, aquella era la coronela, pero nadie la llamaba así.

Para sorpresa de Pacho, los chicos se le fueron acercando, lo saludaban con mucho afecto, pero también con timidez, según recorría el recinto escolar.

El acto de presentación, en realidad un conversatorio con Pacho, se hizo en una cancha al aire libre de fútbol sala adaptada como salón de actos, donde el paso de los buses por la calle a veces hacía imposible la comunicación. Pacho se llevó un buen sabor de boca del acto, salvo el inicio y el final, que fue abierto y cerrado por el coronel con dos discursos vacuos sobre valores y formación. De todos modos, el coronel estuvo presente durante las dos horas del conversatorio, en primera línea. A ratos, cabeceaba, realmente aquellas conversaciones literarias lo aburrían.

El almuerzo fue en el club militar, a pocas cuadras del colegio. Pacho tuvo que aguantarse las ganas de salir huyendo. No podría evitarlo ni aunque fingiese una peritonitis. Llegaron allí en el Mercedes privado de lujo del coronel, con chofer propio, que siempre lo esperaba en el patio del colegio-cuartel.

Cuánto oxímoron, pensaba Pacho. Primero, un educador, militar; luego, un amante de lo lúdico (así lo definía Rosaura), militar; a continuación, un rector de colegio, militar. Todo lo que había visto del rector era un oxímoron tras otro, como si fuese una cualidad del cargo, una contradicción en términos con galones invisibles.

En el almuerzo se demostró aún más la nula capacidad del coronel de seguir una conversación sobre temas educativos más allá de valores caducos. Él participaba nuevamente hablando de sus recuerdos en la milicia, ante los que Pacho asentía y Rosaura asentía mecánicamente.

Después del almuerzo, Pacho se despidió de Rosaura y del coronel, de este en su oficina lo despidió educadamente. Pero Pacho notó en la mirada del militar que el profesor no era de los suyos. Era de los otros.

Por fin, Pacho abandonó el recinto con el mismo taxista de la mañana, esta vez sin escolta, el cual lo llevó a la plaza Bolívar.

Dos días después, Pacho tomaba el avión de regreso a España sin poder quitarse de la cabeza al coronel y sus oxímoros. Había sido una experiencia que tenía que reconocer que lo había marcado. Había estado en muchos colegios en varios países del mundo, pero nunca se había encontrado un rector o director de colegio militar.

Ya en el aeropuerto de Madrid, Pacho se encontró con que le habían manipulado el candado de la maleta. De hecho se lo habían roto. Enseguida la abrió para comprobar si estaba todo. No faltaba nada, pero todo estaba revuelto. No obstante, había algo que él no había metido en la maleta. Se trataba de un sobre con una foto. No recordaba haberse hecho aquella foto, pero aparecía con el coronel en la oficina del militar. Ambos se daban la mano y parecían entenderse perfectamente, como si el mismo Pacho fuese también parte del oxímoron. Solo más tarde se dio cuenta de que el sobre llevaba algo escrito: «De parte del coronel».


1 comentario

Diana

septiembre 9, 2022 en 1:06 pm

Pacho es muy transparente en sus ideas.
Me.ha gustado

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