Hermanos (Ismael Sesma)
Categoría: La caja negra
Al llegar el ocaso, reajustó los parámetros de los paneles solares y chequeó la estanqueidad de las tres capas aislantes que recubrían el módulo. Todo el mantenimiento no automatizado estaba terminado. El resto era cosa de HAL, el ordenador omnipresente, mayordomo y policía a partes iguales. Suyas eran esas rutinas que realizaba con precisión de relojero suizo.
Consultó su reloj y se sentó en el pupitre de comunicaciones. La transmisión desde la Tierra estaba a punto de comenzar. La demora hacía imposible mantener una conversación, pero al menos podrían verse y reconocerse. Ajustó la pantalla y tras el aviso de rigor, apareció con cierta nitidez el rostro de Elsa. Recorrió con los dedos el ovalo de su cara, repasó sus labios, hizo amago de retirar su pelo castaño de la frente, en un gesto tantas veces repetido en el pasado y ahora tan inútil como el escalofrío que le acompañó.
La transmisión fue difícil, ni desde el control terrestre, ni desde el módulo marciano hubo forma de eliminar una molesta banda de interferencia. Poco importaba. Bastaba con ojear detrás de su mirada para saber que sus caminos se separaban. La certeza le dolió.
Después del accidente y la muerte de sus compañeros de misión, había quedado aislado en la zona de investigación del asentamiento en la superficie de Marte. Tenía comida abundante, un amplio programa de experimentos por concluir, y casi nulas posibilidades de un retorno a casa. En esas condiciones, pedirle a Elsa que esperase, como una nueva Penélope, tenía poco sentido. Buscó cercanías en su rostro, apenas habló y se despidió con una sonrisa amarga, cuando agotaron el periodo de transmisión y la pantalla difuminó por completo el rostro de su mujer.
La siguiente transmisión, le anunciaron, quedaba reservada para una nueva evaluación psicológica. Desde la Tierra estaban preocupados, habían detectado algunos cambios de comportamiento en sus rutinas, sus tonos de voz y algunos parámetros de la telemetría del sueño. Pero, sobre todo, les alarmó la frecuencia con que se encerraba en el módulo de los animales. Tras el accidente, el circuito cerrado de visión llegaba sólo a la porción central del módulo. Para el control terrestre, el cubículo de experimentación era un agujero negro.
Si hubiesen podido, habrían observado como el explorador metía sus manos en las jaulas y permanecía allí inmóvil, a la espera de los roedores las olisquearan y jugasen con ellas. Unidos por la temperatura corporal, la piel, la sangre; casi hermanos.
Se asomó al escueto ventanal del módulo. La oscuridad era casi absoluta. Consultó su reloj, se puso su traje térmico y la escafandra. La noche marciana le ofreció su quietud, fría, rotunda. El cielo aportaba una miríada de destellos, que esta vez le parecieron una suerte de caspa cósmica. Ubicó la Tierra, apenas una mínima canica sin brillo en mitad de ninguna parte. Allí había quedado su vida futura, hipotecada por el accidente.
Cenó algo ligero y programó una vieja película del Oeste. Se explayó en los cielos abiertos y las llanuras recorridas por cabezas de ganado, que esforzados vaqueros cubiertos de polvo llevaban de un lugar a otro. Fumaban, reían, se retaban y bebían café. Soñó que estaba en un vagón de metro atestado, apenas podía moverse. Aspiraba la mezcolanza de olores, idiomas y conversaciones.
La mañana siguiente, recolectó comida y agua, y las transportó al módulo de experimentación. En uno de los viajes, observó que HAL había lanzado una transmisión de alarma a la misión en Tierra. No hacía falta ser un prodigio de la ingeniería para darse cuenta de que su comportamiento se apartaba de los algoritmos programados. Ser impredecible no era tolerable para aquella inteligencia de microprocesadores. Una vez dentro del modulo, bloqueó las quejas de HAL, abrió las puertas de las jaulas y se mezcló con los animales.
