El regresado (Carlos Lapeña)
Categoría: La caja negra
Dicen las crónicas que regresó delgado, gris y viejo, apenas la sombra del joven rollizo y luminoso que partió hacía apenas un año. Que bajó del tren como las hojas caen de los árboles, ondulante y errático, y que se quedó en el andén pasmado un buen rato, como esas mismas hojas se quedan en el suelo, quietas pero vibrantes, hasta la llegada de una ráfaga de viento o la escoba del barrendero. Dicen que respiró hondo y echó a andar, sin mirar a nadie, sin mirar nada más que el camino que lo conduciría hasta su casa; que su aparente fragilidad también lo dotaba de una extraña ligereza que hacía de su caminar la coreografía sutil de una danza nueva. Dicen que no tuvo que detenerse en ningún cruce, que no dio un traspiés ni un giro brusco, que su avance era un fluir ligero y armonioso. Incluso hay quien asegura haber escuchado una hermosa y triste melodía a su paso, una melodía con aroma a lirios y crisantemos, aseguran.
La mañana de otoño era soleada, guardaba la memoria del verano reciente y permitía aún calzar sandalias y vestir manga corta. Él no, él calzaba las botas y vestía el traje reglamentario, aunque no portaba ningún petate, ninguna bolsa. Cuando llegó a su calle, ralentizó un poco el paso, hasta que finalmente se detuvo a escasos metros de la puerta de su casa. Allí permaneció un buen rato, ensimismado, quizá –y esto es especulación– dando tiempo a que la memoria se desperezase y permitiese a los recuerdos ordenarse y tensarse para aflorar en el momento preciso, cuando tocase el pomo, abriese la puerta, oyese el sonido de la voz, sintiese el tacto del espacio doméstico, observase los muebles, los objetos, oliese el perfume de la vida anterior, besase su boca… Quizá lo que hacía era armarse de valor, de otro valor distinto al mostrado en el frente, un valor mucho más esquivo, porque aquí no parecía necesario, nadie lo demostraba, no estaba en el ambiente… Quizá lo que pasaba era que necesitaba sentir la guerra también aquí para tener el valor de volver a casa y no morir en el instante mismo de cruzar el umbral. Quizá, ya puestos, no se atrevía a entrar en casa, porque sería como renacer sin haber muerto, un privilegio que tantos y tantos no podrían ya nunca jamás disfrutar. Imposible saberlo con certeza.
Dicen las crónicas que varias horas después, al anochecer, dio media vuelta y echó a andar calle abajo, hacia las afueras, y que continuó caminando por el campo y el mundo. Que ha sido visto en los lugares más dispares y remotos, indiferente a los peligros y las inclemencias. Dicen que busca otra guerra, quizá la misma en otra parte, que le devuelva el joven rollizo y luminoso que fue, vivo o muerto.