A oscuras (Rafael Toledo Díaz)
Categoría: La caja negra
Como habito en un país mediterráneo, ni siquiera me planteo el tema de la luz natural, es evidente que gracias a la situación geográfica gozamos de muchas horas de claridad. Sin embargo, en cuanto a la luz artificial, tengo mis preferencias y habitualmente elijo la luz fría. Sólo en ocasiones puntuales la luz cálida me acoge y me relaja, según los entendidos en luminotecnia es la ideal para el sosiego.
A veces supongo que prefiero la intensidad de la luz fría por problemas de visión, pero en otras ocasiones considero que quizás concuerda con mi carácter o mi forma de ser y, sobre todo, porque necesito ver las cosas claras.
Escribo esto, porque las calles de mi infancia estaban escasamente iluminadas por farolas cuyas bombillas irradiaban una luz amarillenta y pobre; si a aquella insuficiencia lumínica le añadimos el ruido lúgubre de la “bocina” antes de la Semana Santa, aquello era la pena total. Ese recuerdo siempre me conduce al desánimo y a la tristeza.
Sin embargo, me provocan una sonrisa las viejas leyendas urbanas del pueblo que tenían referencia con la escasa iluminación. Contaban, que de vez en cuando, y bajo esa tenue luz, deambulaban los fantasmas, pero el misterio nunca llegó a mayores; porque los sujetos en cuestión eran incautos vecinos que aprovechaban la oscuridad para arribar disimuladamente a las casas de sus amantes. Algunos trataban de camuflarse utilizando ropajes grotescos y estrafalarios, como si fuesen almas en pena. Aquellas apariciones eran la comidilla del barrio, una mezcla entre la broma y el misterio, una intriga que daba argumentos al cotilleo.
Pero lo cierto y verdad es que siempre asocio esa luz amarillenta a sucesos tristes o deprimentes. La baja tensión de aquellos 125 voltios y muy pocos vatios, junto a los estabilizadores de tensión y los televisores en blanco y negro, eran el signo evidente de aquel tiempo gris en muchos ámbitos de la vida social.
Ahora, esa misma sensación de abatimiento o desánimo es más evidente cuando acaba el fin de semana. Suele sucederme a la vuelta de la capital y cuando desde el cercanías observo las luces del extrarradio de la ciudad centelleando como miles de luciérnagas; o cuando tras el paseo recorro las calles con comercios y locales cerrados y sus escaparates apagados. En esas y en otras situaciones similares mi ánimo decae y me asalta la pesadumbre; sólo la luz de un nuevo día volverá a infundirme la energía y el atrevimiento para enfrentarme a una nueva jornada.
Pero a pesar de mis reparos y mis pequeñas obsesiones con cierto de tipo de iluminación debo reconocer que, el avance en este tipo de tecnología ha sido brutal, ya no sólo en la variedad y el tipo de iluminación, también por el ahorro energético.
Y sin embargo llevamos un tiempo en el que nos avisan sobre un posible “apagón” que, seguramente, no es sólo en cuestión de iluminación, ojalá fuera solo eso. Nos lanzan toda clase de insinuaciones y recomendaciones ante una posible escasez de energías de todo tipo.
Esta situación me recuerda al aviso sobre el presumible caos tecnológico que podía ocurrir cuando se acercaba el año 2000, pero luego la cosa no llegó a mayores y no hubo problemas.
Pero la advertencia y la duda están ahí, ese runrún sobre un posible desastre imposible de cuantificar y de consecuencias impredecibles es como una espada de Damocles que pende en estos momentos sobre esta humanidad globalizada, donde todo y todos estamos relacionados en mayor o menor medida.
Pero ha sido tal el avance en todo tipo de tecnologías que me cuesta creer esta nueva amenaza. Sin embargo, no me parece descabellado que sufriéramos un parón, una reprimenda severa por lo mal que lo estamos haciendo. Es evidente que no podemos mantener este exceso de consumo, y de seguir así, los problemas de todo tipo se irán amontonando y ya no habrá solución.
Tenemos la obligación de resetear o enmendar nuestra forma de vida, parar, relajarnos y valorar qué cosas son importantes, las señales nos advierten que no podemos seguir a este ritmo vertiginoso, porque entonces el “apagón” será irremediable, y no lo decidiremos nosotros, ni nuestros gobernantes, ni los responsables de las empresas energéticas; de tensar la cuerda de esta forma, el apagón lo determinará el planeta.
Por eso, nada mejor que, para terminar sobre esta advertencia, hacer alusión al excelente cuadro de mi paisano, Óscar García Benedí, titulado “Paisaje urbano desolador” y que esa solitaria farola que chorrea descaradamente rayos de luz nos ilumine.