¡Feliz 1985! (Carlos Candel)

¡Feliz 1985! (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

Lo que sucedió en la Nochevieja de 1985 pudo habernos cambiado la vida a mí y a mí familia. Y digo pudo porque aún hoy, 35 años después, sigue ocasionando en mi memoria una extraña sensación mezcla de frustración e insatisfacción, solo comparable a comprobar que el décimo de lotería que compraste en el bar en el que tomas café coincide a la perfección con el gordo de Navidad, salvo por la última cifra.

Aquella noche yo tenía ocho años recién cumplidos. Mamá se encontraba ultimando detalles en la cocina y papá no paraba de deambular de acá para allá colocando una mesa que transformaba el paisaje familiar apenas unas horas al año. De repente, el amplio salón que mis progenitores guardaban con escrupuloso celo solo para visitas especiales el resto del año, se desnudaba ante nosotros como una realidad incuestionable: era tan pequeño que al poner la mesa del comedor en el centro ya casi no había espacio para pasar por detrás de las sillas. En un rato estaríamos saboreando los suculentos manjares que invadían nuestros paladares como si fueran un año bisiesto, solo en contadas y programadas ocasiones.

Mi hermano mayor abandonó el cuarto de baño, bien perfumado, y puso la televisión con prisa, como si el hecho de hacer las cosas más rápido pudiera adelantar el tiempo y terminar así de una vez con un ritual que había empezado a detestar y que sólo era para él un tedioso previo a la verdadera fiesta: salir con los amigos a emborracharse toda noche para empezar el año con la escasa seriedad y falta de equilibrio que se merecía. Al fin y al cabo, cada año se sucedía como en un alambre en mitad de la nada, a punto de derramarnos sobre el suelo del mundo, tal y como anunciaría la televisión unos segundos después en un extraño mensaje que poco se parecería al tradicional discurso del rey, por entonces, pre-emérito.

-¡Mamá! ¡Papá! -escuché gritar a mi hermano desde el mismo sofá en el que me escondía tras un tebeo para no afrontar mi responsabilidad de intendencia en el apoyo familiar- ¡Mirad esto! ¡Rápido!

No pude evitar levantar la cabeza y salir de mi escondite, al tiempo que mis padres acudían con desgana a la llamada.

-¿Qué pasa, hijo? Espero que sea importante, que tengo muchas cosas que hacer aún -rezongó mamá.

En la televisión aparecían cuatro personas en primer plano. Como ya he mencionado, no era el rey, ni los presentadores de las campanadas, ni siquiera los cómicos que nos hacían despedir el año entre risas. Las personas que había en la pantalla me resultaban tan familiares como los protagonistas de cualquiera de mis películas favoritas. Pero no, no era ninguno de ellos.

-¿Hola? ¿Se me escucha? -repetía una y otra vez uno de ellos, el más centrado- ¿Me veis? No sé qué pasa con esto, no funciona bien… Salimos nosotros…

Había dos personas delante, sentadas, con aspecto de tener alrededor de setenta años, que miraban de una forma extraña, distinta a los presentadores del telediario. Aquellas personas parecían mirarnos a nosotros, aunque con cierta curiosidad.

-Papá… es que no has encendido la cámara -decía uno de los hombres que se situaban inmediatamente detrás-. Nos ven, pero nosotros a ellos no.

Al ver su rostro sentí un escalofrío sobrecogedor. Aquel hombre era exactamente igual a mi hermano, sólo que con más arrugas, más grasa y menos pelo. Y el otro… el otro se parecía a…

-¡Que sí! Que le he dado al botón éste… ¡Que estamos ahí! ¿No lo ves?

La primera que empezó a comprender lo que estaba sucediendo fue mi madre que, al contemplar a la mujer que se mantenía sentada en silencio al lado del anciano se pensó reflejada en un espejo. Un espejo que devuelve una imagen con vida propia, distinta a la original, más madura, más capaz de tomar decisiones. De repente, empezó a sentirse mareada y necesitó tomar asiento. Todos la ayudamos a recomponerse.

-¿Pero me oís o no? -sonaba por detrás.

Tampoco querría extenderme mucho en este punto, ya podréis imaginaros el shock que sufrimos, pero salvado el momento de desconcierto comprendimos lo que estaba sucediendo ante nosotros. La cosa es que aquellas personas que aparecían en televisión en un nuevo y moderno canal desconocido para nosotros por entonces éramos nosotros mismos, sólo que 35 años más tarde, es decir, en el año 2020. Cuando ellos, a su vez, descifraron lo que estaba ocurriendo, nos contaron que en su época, el futuro, los teléfonos tendrían incorporada una televisión con la que ver a las personas con las que hablaras. ¡Qué locura!

-Y no es que celebremos las Navidades así, por videoconferencia -aclaró el más mayor de todos-, eso no es lo normal.

Entonces nos contaron algo inverosímil: estaban sufriendo una pandemia.

-¿No sabéis lo que es una pandemia? -preguntó la anciana, es decir, mi mamá- Es normal, yo tampoco lo sabía hasta ahora.

Tras la explicación pertinente profundizaron un poco en la situación que estaban viviendo.

-¡No sabéis qué situación se ha provocado! A todos lados tenemos que ir con mascarilla, guardando distancias de seguridad, y eso de darnos besos y abrazos… ¡ni en broma! ¡Pero si hemos estado varios meses sin poder vernos con otros familiares! ¡Y lo que nos queda aún! Hasta que salga la vacuna nanai. Dicen que ya casi está lista, pero también que puede convertirte en un robot o no sé qué…

-¡No les digas eso, papá, que es un bulo!

-Sí, sí, bulo, ya verás… Yo me la pondré porque me quedan dos telediarios, pero si yo fuera vosotros… -negó con la cabeza para después volver a dirigirse a nosotros- ¡Y nos os podéis ni imaginar las colas que tenemos que aguantar para comprar, que parece que estemos en época de racionamiento! Y lo de las vacaciones, iros olvidando de ellas, no se puede salir de Madrid -parecía casi estar disfrutando dándonos el parte de lo que nos esperaba vivir, como si alcanzara cierto consuelo sabiendo que nosotros aún tendríamos que pasar por lo mismo que él.

Mis padres, mi hermano y yo, los de 1985, escuchábamos absortos aquella increíble conversación de nuestros yoes del futuro, que aún duró un rato más. Lo que nos decían sonaba bastante aterrador. La primera víctima joven de las medidas de seguridad implantadas a causa del virus en el año 2020 fue mi hermano de 1985, que esa noche terminó por quedarse en casa y no emborracharse con sus amigos, con tal de terminar de escuchar aquel relato de ciencia ficción. Aquella noche nos sentimos como los vecinos de Nueva Jersey escuchando en la radio a Orson Wells narrar “La guerra de los mundos”, sólo que esta historia era de verdad. Cuando nos despedimos no supimos muy bien qué decir, pero aquella noche ninguno de nosotros durmió.

-Bueno, nos tenemos que despedir, que el cacharro éste dice que ya se han acabado los 40 minutos gratuitos… ¡Disfrutad de la vida vosotros que podéis! ¡No lo olvidéis!

A la mañana siguiente, durante el desayuno, nos limitamos a ingerir un café como almas en pena. La llamada del futuro aún perduraba en nuestras mentes.

-Tenemos que hacer algo -dijo al fin papá.

Y tras ello, reveló toda una serie de planes y propuestas para que, llegado el momento, no sufriéramos la separación y el dolor que a todas luces iba a provocar el virus. Al menos nos quedaba el consuelo de que ninguno de nosotros íbamos a morir en esa ocasión, de lo contrario no nos mostraríamos en pantalla en el 2020. Pero papá se había pasado la noche en vela ideando estrategias que más bien parecían huidas.

-Tenemos que ahorrar y comprarnos una casa lo más lejos posible, apartada de todo y de todos. Plantar nuestros alimentos para no depender de nadie. Excavaremos un pozo para el agua y llenaré la casa de baterías para la luz. Pero tenemos que hacerlo antes de que suceda lo de la pandemia esa. Aún tenemos 35 años para ello. Pero no podemos contarle a nadie lo sucedido. Nos tomarían por locos.

Aquella misma mañana, delante de un vaso de café ya frío, todos acordamos encaminar nuestras vidas y nuestros esfuerzos hacia el horizonte común que papá había dibujado para todos. Y así lo hicimos, al menos durante los primeros años. Pero lo cierto es que, tal vez por cobardía, miedo o comodidad, nunca logramos traspasar la barrera de los sueños. Con el tiempo tendimos a pensar que algo nos había sentado mal aquella noche, que aquella visión era producto de una alucinación colectiva o de unas uvas pasadas. Y en poco más de un año terminamos por no volver a hablar de ello. Hicimos como si no hubiera sucedido. Nada en nosotros, salvo los nervios que atormentaban a papá cada Nochevieja frente al televisor antes de la cena, hacía sospechar que un día, aquel aparato nos había conectado con el futuro y nos había alertado de los riesgos a los que estaríamos sometidos en unos años.

Hoy, 35 años después, preparamos la cena de Nochevieja, otra vez. Nadie dice nada, pero no hemos sido capaces de cocinar nada. Deambulamos por la casa nerviosos, como quien espera una visita importante. La mesa está vacía, en el mismo salón de entonces. Por alguna extraña razón, ni mi hermano ni yo hemos sido capaces de independizarnos. Todos en esta casa tenemos la misma idea en la cabeza, que nos ha perseguido durante años. Esta noche veremos a nuestros yoes de hace 35 años. Todo ha sucedido como decían. La pandemia, el confinamiento, las medidas, los móviles y las videollamadas…

-¿Qué vamos a decirles? -explota mamá al final.

Somos conscientes de que nada de lo que nos dijeron sirvió para nada, que no hemos sido capaces de transformar nuestras vidas. De alguna forma, sentimos que les hemos fallado. De manera que… ¿qué podríamos decirles? Pues exactamente lo mismo que ellos nos dijeron a nosotros.

-Puede que esta vez sean capaces de hacer algo -dice mi hermano sin demasiado optimismo en su voz.

Asentimos, aunque no muy convencidos. Hablará papá, como sucedió entonces. Él será el encargado de establecer la conexión.

-¿Y a quién llamo? -pregunta nervioso.

Somos conscientes de que no tiene ni idea de manejar la situación. Los móviles no son lo suyo. Yo mismo he organizado la reunión en la aplicación con la tía Mari. Le he dicho que se conecte antes de la cena, sobre las nueve.

-Pincha aquí, papá -le señalo un botón digital de color azul en la pantalla, sin poder evitar que me tiemble el dedo.

La imagen parpadea. Niebla como la que se apoderaba de los televisores en aquella época. Está funcionando. ¡Vamos a verles!

-¿Hola? ¿Se me escucha? -pregunta papá. No está haciendo el papel, le sale de forma natural.

Al otro lado la imagen cobra nitidez. Pero esta vez no hay cuatro personas, como esperábamos. Sólo hay dos hombres. Sus rostros desprenden aún más pesimismo que los nuestros, ellos no fingen. En seguida los reconocemos. Somos mi hermano y yo, pero mucho más mayores. Unos setenta años o más. Me tranquiliza ver que llegaré a viejo.

-Sí, os escuchamos perfectamente, querida familia.

Un brillo de ilusión les conmueve al ver a mis padres frente a la pantalla. Papá y mamá aún no han asumido la sorpresa. Les está costando comprender lo que sucede.

-Escuchad, sabemos que el mensaje que os dimos hace 35 años no sirvió de nada.

Sus palabras nos avergüenzan.

-Pero no os lamentéis ahora, no es importante. Aún estáis a tiempo de cambiar las cosas. Nos ponemos en contacto con vosotros desde el 2050.

El que habla es mi hermano. Encadena las palabras con dificultad, emocionado. No están en casa. Tras ellos sólo hay oscuridad. Parecen nerviosos.

-El coronavirus no es nada en comparación con lo que está por llegar. Si las medidas de seguridad os parecen una putada, esperad unos años y veréis…

-¿Va a venir otro virus peor? ¡Lo sabía! -grita mamá entre atormentada y aliviada- ¡Por eso no estamos ahí! ¡Madre mía! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

Mi hermano y yo, los del futuro, nos miramos.

-No, no es por otro virus, estate tranquila, mamá.

-Y entonces, ¿de qué estáis hablando?

-Del cambio climático.

En este momento papá se levanta con premura tirando a su paso la silla.

-¿Qué haces, papá? ¿Dónde vas? -pregunta mi hermano sorprendido por su violenta reacción.

-A subir la calefacción, que tengo frío…

Estamos a punto de estallar a reír o a llorar, no lo sabemos bien. ¿Cómo es posible que hable de contaminar más si nuestros yoes del futuro nos están alertando precisamente del cambio climático?

-…total… ¡para lo que me queda en este convento!


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