La cita prohibida (Carlos Candel)

La cita prohibida (Carlos Candel)

Categoría: La caja negra

Quedaron en un lugar oscuro, alejado de toda circulación. Un parque, entre unos arbustos, sobre la alfombra otoñal de fragmento olvidado y mal cuidado de césped, no era una opción válida. Llevaban siglos cerrados al tránsito, como urnas de Museo, escondiendo en su interior valiosos objetos inalcanzables y preciosos. La ciudad se había convertido en un coto privado para los policías de balcón, siempre alerta, buscando culpables, borrando cualquier vestigio de insubordinación. Los locales oscuros se habían transformado en trasteros, almacenes de dramas pasados y arañas. Se les había condenado al olvido. El interior de las casas era objeto de espionaje constante. Las cámaras de los móviles, televisores, ordenadores, alarmas, con sus radares antivirus, eran capaces de detectar el riesgo y la irresponsabilidad debajo de cualquier felpudo.

No quedaba otra que saltarse el toque de queda, desconfinar el miedo y salir a la calle. Aún a riesgo de ser capturados. Un joven o una joven, solos en mitad de la ciudad, eran, sin duda, sospechosos de algo. La juventud siempre lo era. Pero la razón que les movía era más fuerte que todo el miedo del mundo.

Alcanzó la calle más céntrica. Las farolas, cabizbajas, eran focos en plena noche. Se guardó de ellas. Igual que un caco a media noche, esos de los viejos cómics de la infancia, se deslizó furtivo a través de la oscuridad, cambiando antifaz por mascarilla. Algunas sirenas rompieron el mullido silencio de la noche, pero aún quedaban lejos de su lugar de encuentro. ¿Dónde esconderse cuando la ciudad es balcón y cámara? ¿Dónde cavar la trinchera para amarse con valor en mitad de la noche pandémica del mundo? Hasta ahora lo habían conseguido a distancia. La “generación online”, como se les llamaba, habían aprendido a vivir a través de la red. Estudiar a través de la red, trabajar a través de la red, colaborar a través de la red, jugar a través de la red, comunicarse a través de la red, follar a través de la red… ¡Maldita red que había conseguido enredarlo todo en sus redes!

El punto de encuentro no era más que un árbol. Uno viejo y abandonado en mitad de la ciudad que recordó mientras ella le preguntaba por un lugar apartado para verse a cara a cara por primera vez. El árbol de morera del que tantas veces arrancó hojas para sus gusanos, su pequeña granja de vida, ahora iba a servirle para cometer uno de los actos más subversivos que podían llevarse a cabo desde que el cronista Pedro Marín hubiera puesto en circulación sus estudios sobre la relación del contacto físico con la incidencia de transmisión del virus, posteriormente avalado también por el doctor Carlos Lapeña.

Ella ya había llegado. Estaba apoyada en el tronco, como una venus recién retratada. Y le esperaba a él. Al verlo llegar contuvo el deseo, pero no pudo evitar contraer cada uno de los músculos de su cuerpo. Iban a verse en persona por primera vez, algo que ya nadie hacía. Él se acercó y dejó que le inundara la sombra del árbol bajo la sombra de la noche bajo la sombra del momento de la historia más oscura. Triplemente ocultos. Ambos se aproximaron y se miraron fijamente. Temblaban. Los ojos parecían más grandes, quizás más comunicativos, capaces de entenderse entre ellos. Por eso supieron lo que no habían acordado, pero que ambos habían tenido en las cabezas desde que decidieron romper la cuarentena. Se retiraron las mascarillas y cometieron el delito más penado: un beso.


Deja un comentario

El Twitter del Globo