Vida no hay más que una (Carlos Candel)

Vida no hay más que una (Carlos Candel)

– ¿Cuánto? -pregunté y mi voz sonó como multiplicada en un eco interminable de voces, como si miles de gargantas hubieran enunciado esa misma palabra en aquel preciso momento.

-No lo sé. Un mes, tal vez dos -sentenció con pesar el médico.

Aquella concatenación de letras, al contrario de lo que podía haberse esperado, me dejó frío al principio. Quizás debería haber llorado, aporreado la mesa, gritado de dolor, hundirme a causa del miedo. Pero no ocurrió nada de eso. Aunque nada impedía que aquellas emociones no se sucedieran tras el primer estado de shock.

Abandoné la consulta, sumergido en una especie de limbo mental del que me era realmente difícil escapar. A duras penas podía secuenciar mi caminar, colocar un pie detrás del otro para conseguir llegar a casa. Entonces una breve brecha se abrió en mi cabeza. Una pequeña grieta. No muy llamativa, pero suficiente como para que entrara algo de oxígeno. Y no lo dudé. La abrí todo lo que pude, impidiendo que se cerrara. Y entonces la grieta se convirtió en boquete y después en una enorme salida de emergencia. “¡Vida no hay más que una!”, me dije a mí mismo. Y tras aquella frase tan manida e incluso vacía de significado, vinieron a mí un torbellino de emociones. ¡Tenía claro lo que había que hacer! ¡Sí! Si me quedaba un mes de vida, iba a vivirlo. El médico también dijo que tal vez no tuviera grandes dolores hasta el final, así que era una oportunidad para disfrutar todo lo plenamente que pudiera de mi existencia. No había tiempo de recoger, ni de despedidas. Tan sólo de vivir. A tomar por culo el trabajo, a tomar por el culo el jefe, a tomar por culo la hipoteca, a tomar por culo el banco. Y la compañía de gas, y la de electricidad… ¡Que les den a todos! Se acabaron las ataduras que tantos años me habían ido alejando de lo que es importante: ¡la vida!

De repente, mis pasos se llenaron de energía. Una energía que jamás había sentido. No había tiempo que perder. Llegar a casa, hacer las maletas, coger la cartilla del banco para sacar el poco dinero que había ido ahorrando en los últimos años, y largarme tan lejos como pudiera. Sin despedidas, sin lamentos. Sin mirar atrás.

Llegué a casa y cometí el error de encender el televisor mientras recogía las posas cosas que me iban a ser útiles en mi viaje improvisado.

– Se declara el estado de alarma -dijo aquel presentador en la televisión-. Se prohíbe el libre tránsito por la calle y todo el mundo debe quedar confinado en sus casas durante un plazo de un mes, por el momento.


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