Vacaciones en aislamiento (Carlos Candel)

Vacaciones en aislamiento (Carlos Candel)

Aquel año tuvimos cinco meses de vacaciones, aunque mi padre insistía en decirnos cada día que no estábamos de veraneo. También fue el año en que nos obligaron a quedarnos encerrados en casa, por no sé qué de un virus. Mi hermano mayor me dijo que no podíamos salir de casa porque había zombis por las calles. Como vivíamos en un quinto, yo no tuve miedo. Por alguna razón, saqué la conclusión de que los zombis no podían subir escaleras, y nada hizo que cambiara de idea. En realidad, aquellos meses fueron mágicos. Papá y mamá se pasaban el día fuera de casa, a pesar del riesgo de contagio. Mi padre trabajaba en una fábrica y el tiempo que estábamos con él se lo pasaba renegando de sus jefes, que le obligaban ir a trabajar. Y mi madre tenía que ir a cuidar a otros niños y a limpiar su casa, imagino que ellos la necesitaban más que nosotros, que nos pasábamos la jornada zanganeando en nuestro hogar. Suerte que no teníamos ordenador y apenas nos dejaban un móvil para llamarles, por si pasaba algo. Aunque, como decía mi padre, si le pillábamos en plena cadena de montaje, poco iba a escucharnos. Lo bueno fue que no tuvimos que hacer ninguno de los infinitos deberes que mandaron los profes, ni visitar a los abuelos en todo este tiempo. Lo malo que, pasados seis meses se reanudaron las clases y ya fue imposible ponernos al día.

Así que la casa, durante el tiempo que ellos no estaban, se convertía en un escenario distinto cada día. Unas veces jugábamos a la guerra de las galaxias y lanzábamos globos de agua a los zombis que vagaban por la calle, acompañados de sus perros (imagino que también eran zombis), mientras otros valientes rebeldes de la resistencia nos aplaudían desde sus balcones.

– ¡Bravo chavales! ¡Así se hace! ¡Que estamos todos en cuarentena!

Como habíamos oído algo de que el jabón ahuyentaba al virus, los rellenábamos con un buen chorro de lavavajillas y lejía, que mamá decía siempre que era más efectivo contra los gérmenes.

Como vimos que algunos niños decoraban las ventanas de sus casas con arcoiris de colores, nosotros lo hicimos con señales de alerta por contaminación radiactiva y nos fabricábamos mascarillas con cajas de vino y bombonas de oxígeno con botellas de plástico. A veces, cuando había que tirar la basura, mi hermano se disfrazaba de astronauta y yo disparaba rayos láser con una ballesta desde la ventana a cualquier zombi que se acercara demasiado. Era el momento más tenso del día, pero confieso que me admiraba la valentía de mi hermano.

A veces, escuchábamos a la gente aplaudir desde sus balcones. Al principio creímos que era debido a que alguien había acabado con algún zombi, pero luego, cuando empezaron a cantar canciones y a poner música, llegamos a la conclusión de que se estaba celebrando la boda de alguien. Y como en la boda se tira arroz, nos fabricamos unos tirahuevos y se lo lanzamos. Y como no sabíamos quién se casaba, se lo tiramos cada día a un balcón distinto. Papá siempre se quejaba de que se agotara tan rápido y tuviera que ir a comprar cada día, con lo difícil que se había puesto.

Y cuando nos aburríamos, colocábamos un par de mantas en la cocina a modo de tienda de campaña y encendíamos los fuegos para asar algunos de los chorizos de las doce bandejas que mi padre había conseguido comprar en el supermercado. Cuando llegó a casa con todas aquellas bolsas repletas de choricillos grasientos, mi hermano y yo dimos saltos de alegría, mamá protestó un montón y papá le aseguró que no había otra cosa. Imagino que los zombis, al no poder comer personas, se estaban alimentando de todo lo que pillaban. Aunque no sé por qué no les gustaba el chorizo. A lo mejor les pasaba como a los vampiros con el ajo. Cualquiera sabe. El caso es que en los seis meses que duraron las vacaciones, mi hermano y yo nos pusimos como bolas.

Por la misma razón, habíamos aprendido a limpiarnos con servilletas de papel después de ir al baño. Al parecer, el papel higiénico se había convertido en el oro del momento. No había en ningún lado. El problema estuvo cuando se agotaron también las servilletas. Tuvimos que pedirles prestados los trapos de cocina a los vecino. Se los cogíamos de la cuerda, los usábamos y luego los volvíamos a dejar en el mismo sitio.

Y, a la hora en la que nuestros padres regresaban y de forma puntual, la casa volvía a ser cada día un espacio de confinamiento limpio y ordenado. Y nosotros, dos niños preocupados por el día en el que el mundo, volviera a la normalidad.


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