La bibliotecaria (Maite Martín-Camuñas)

La bibliotecaria (Maite Martín-Camuñas)

Categoría: La caja negra

La bibliotecaria de “A Pena Forcada”, se encontraba recogiendo los libros prestados durante el aciago día. Estaba escrito que sería su último día en este mundo.

Ella ni siquiera podía intuir lo que a continuación iba a ocurrir en este apacible pueblo de casas blancas, rodeadas de hermosos jardines y vida sosegada. Donde los niños y niñas eran como una bandada de palomas en cuanto sonaba la campana que ponía fin a las clases.

La jornada había sido larga con algún que otro incidente extraño en ese pequeño pueblo. La bibliotecaria había sentido en los pasillos un suave murmullo de hojas al pasar e, incluso, en un momento del día, le pareció escuchar el entrechocar de espadas. La resultó del todo inaceptable que los muchachos se pusieran a jugar por los pasillos de su amada biblioteca. Se precipitó de forma silenciosa, para pillarles infraganti y, cuál no sería su sorpresa, al descubrir que eran dos libros los que habían entrado en combate el uno contra el otro. Los títulos de las obras eran significativos: Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas y Piratas, de Alberto Vázquez Figueroa. Así las cosas, en cuanto se percataron de que eran observados, cayeron pesadamente al suelo con un ruido sordo. Anonadada, los cogió entre sus manos y por más que les dio vueltas sin parar de observarles, no encontró ningún hilo que justificara lo que sus ojos habían visto. Algo más tarde, creyó escuchar voces de mujer pidiendo socorro. Acudió presta al lugar y se encontró flotando el libro de Maldad entre las flores, de Josefina J. Perdomo, nadie paraba cerca de ese pasillo y no entendía qué estaba pasando. Poco tiempo tuvo para seguir cavilando, pues de nuevo comenzó a escuchar gritos y latigazos cruzando el espacio y el sonido de lentos pasos arrastrando cadenas. Con los vellos de punta, se acercó despacito para coger desprevenido al o la causante de esos ruidos inaceptables en un espacio de culto al silencio como era ese. Cuando llegó al nuevo pasillo, sintió caer con ruido sordo e inoportuno, un nuevo libro, de forma fugaz y con el rabillo del ojo pudo darse cuenta de que nadie lo había sostenido en el aire y que cayó pesadamente él solo. El libro en cuestión era Mongo Blanco, de Carlos Bardem. Comenzó a sentir verdadero miedo, pero miraba en derredor y ninguna de las personas que estaban en ese momento dentro de las dependencias, parecía sentir ninguna cosa rara. No obstante, ella no podía ignorar todo lo que estaba ocurriendo en la biblioteca. Sumida en sus pensamientos, no vio a la muchacha que se le acercaba al mostrador, hasta que ya la tuvo encima llevándose un sobresalto. La preguntó qué era lo que deseaba y la chiquilla, casi balbuceante, la preguntó si había notado algo extraño en la sección de pintura. La bibliotecaria negó con la cabeza y con un gesto interrogativo, esperó a que la chica la comenzara a contar. Se la veía sumamente temerosa, con mucho reparo la comentó que las pinturas reproducidas en los libros estaban cobrando vida. Éstas estaban provocando graves altercados, ya que se estaban cruzando veleros con soldados, guerreando contra monstruos y dioses. La bibliotecaria la miró con pena, pues la entendía perfectamente pero no sabía cómo decirla que ella estaba igual de sorprendida y asustada.

Cuando se acercó la hora de cerrar y las pocas personas que quedaban en las salas fueron saliendo, se dispuso a recoger en su carrito los libros olvidados sobre las mesas. Fue en ese momento en el que el miedo la paralizó por completo. Sus piernas se negaban a responder, sus ojos estaban al borde de salirse de sus cuencas, los pelos del cuerpo estaban tiesos como escarpias, la voz se la congeló dentro de su garganta, no daba crédito a lo que sus ojos veían. Ella nunca quiso creer en las leyendas de su tierra, pero allí la tenía y sabía lo que venían a reclamar, era la temida y siempre odiada, Santa Compaña, con sus velas y candiles, con su arrastrar de pies y cadenas. Se pararon a mirarla en su camino, y pudo descubrir decenas de cuencas vacías que se clavaban en su persona. Quiso caminar para atrás y tropezó con el estante del Diccionario Enciclopédico de la Lengua Castellana de Espasa Calpe (actualizado). El estante se volcó atrapándola debajo. Aún sus ojos estaban abiertos desmesuradamente cuando el peso de los libros impidió que el aire entrara en sus pobres pulmones. Se levantó con mucha dificultad, horrorizada, pensando que se había salvado por los pelos. Pero al mirar hacia el suelo, intentando valorar el estropicio, observó con espanto su propio cuerpo sin vida en el suelo. Tan sólo podían verse parte de sus piernas y las medias rotas que, poco a poco se teñían del rojo de su sangre, a juego con sus lindos zapatos de tacón. El resto de su cuerpo se hallaba sepultado por todos los libros; su corazón, el cual no latía, se negaba a procesar lo que su mente se negaba a aceptar. No tuvo tiempo de perderse en disquisiciones mentales, porque un lazo invisible, la obligaba a acercarse al grupo de muertos que seguían recorriendo la librería. Ella era la última en la macabra fila, y observaba con incredulidad cómo la cabecera había traspasando las gruesas paredes de piedra.

Cada 31 de Octubre, aprovechando que los velos entre los mundos se debilitan, la Santa Compaña traspasa este mundo de los vivos para reclamar a las almas que han de acompañarles por toda la eternidad. Pasean por calles, bosques y plazas de todos los pueblos del mundo, sin descanso en el Otro Mundo, el de los Muertos.

La bibliotecaria, ya era parte de la Santa Compaña y, de su mano izquierda brotó un candil de tenue luz amarilla. Ésta, completamente sometida a sus nuevas cadenas, siguió obedientemente al resto de la fila.


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