En el cementerio (Rafael Toledo Díaz)

En el cementerio (Rafael Toledo Díaz)

Categoría: La caja negra

Aquel “vusca” con v era un disparate tan grande que clamaba al cielo por encima de los cipreses. Por eso, cuando decidieron darle la vuelta a la lápida porque ya le faltaban demasiadas letras al epitafio, grabaron en la otra cara del mármol el poema rectificado que la abuela le escribió al abuelo. Así, al corregir el error ortográfico quedamos en paz con la escritura.

Hay silencio, quietud, paz y sosiego, condiciones contemplativas que siempre se asocian con la muerte. En algún momento ese estado casi místico era sobresaltado por el zurear de las palomas que revoloteaban alrededor de los cipreses, eso, y el soplador mecánico del empleado de la limpieza del camposanto.

Esta necrópolis a la que me refiero es un lugar que, aunque apartado de la ciudad, es uno de los espacios mejor cuidados de la villa. Para llegar a este recinto alejado del pueblo hay que recorrer un par de kilómetros, un paseo que, en mi infancia, estaba flanqueado a ambos por lados por moreras y acacias; árboles que daban sombra a calzadas como esta en la llanura manchega.

Espontáneamente y sin pensar declaramos que la muerte nos iguala, pero no es cierto. En el cementerio de mi ciudad hay estatus bien diferenciados. En los nuevos patios hay enormes mamotretos graníticos, panteones que pugnan por sobresalir del entorno, sepulturas de lujo para vecinos humildes. Lugares donde la ostentación, el orgullo y la arrogancia sirven para reivindicar la ridícula vanidad de los deudos ante la muerte del pariente, entierros de primera para una vida de tercera. Esta petulancia pueblerina está tan asumida que ya ni siquiera es criticada, se acepta como algo natural y lógico.

En este cementerio, como en tantos otros, podemos comprobar el paso del tiempo o de las épocas en función de las modas fúnebres. En los patios más antiguos las gran mayoría de sepulcros son de piedra. Luego después vinieron las lápidas de mármol blanco, una época que abarca periodos de finales de los sesenta, hasta casi los ochenta del pasado siglo y, ahora; enormes tumbas de granito en una amplia gama de grises y negros. Cruces, cruces y más cruces para una sociedad cada vez más laica, pero la tradición sigue y la costumbre perdura y se impone.

Cuando era pequeño, en los primeros días de noviembre, si hacía bueno, visitábamos el cementerio. En aquel tiempo apenas tenía algún pariente enterrado allí, era como ir de excursión. La mayor osadía u ocurrencia consistía en subir por una estrecha escalera a las tapias que delimitaban el osario. Desde la altura podías contemplar un revoltijo de cráneos, fémures y húmeros amontonados. Por entre los huesos y de forma sigilosa se deslizaba de vez en cuando alguna culebra. Una mezcla de asco y temor sacudía nuestras mentes infantiles, tanto, que por la noche, y en sueños, recordando la tétrica visión podías tener una horrible pesadilla.

También había un recinto anexo al que llamaban “el corralillo” un nombre despectivo para denominar el lugar donde enterraban a los suicidas y a los no católicos. Allí reposaban los restos de los protestantes o evangélicos, y también daban sepultura a los musulmanes que, casualmente, habían podido fallecer por accidentes de tráfico.

En aquellos años en el día de los difuntos no se había mercantilizado el tema de las flores y los socorridos ramos y centros. Los ornamentos florales de la época eran muy simples, sobre las tumbas y arrancadas de los arriates de los patios y corrales se colocaba la popularmente llamada “flor del hacha” o “cresta de gallo”, las dalias o los crisantemos.

Aunque en el municipio era costumbre, nunca entendí por qué después de la salida del templo, ningún familiar directo acompañaba al coche fúnebre que transportaba al fallecido para su enterramiento. Me sorprendía, porque no era lo que veíamos en las películas americanas. En el cine o en la tele las familias participaban en los funerales echando puñados de tierra a la fosa, dando discursos o escuchando las canciones que, en vida, le gustaban al difunto.

Supongo que aquí, asumimos con naturalidad que el cuerpo es solo materia, lo que importa en nuestra cultura cristiana es la supuesta espiritualidad del alma, algo intangible que solo pueden comprender los creyentes.

Años más tarde, esas costumbres, como las del duelo, se han ido transformando o perdiendo. Ya no se observa en los funerales actuales la rigidez del protocolo, formalidad donde el orden de parentesco asigna el lugar de los allegados en el duelo. Además, ahora es habitual que algún hijo o nieto del finado se acerque al camposanto y asista al acto concreto de la inhumación.

En muchas de nuestras ciudades existe un equilibrio poblacional, pero a pesar del ahorro de terreno que suponen las incineraciones y los columbarios, cada cierto tiempo, los ayuntamientos necesitan adquirir parcelas para ampliar los cementerios.

Ahora que tanto se habla de las regiones deshabitadas, del permanente debate sobre la España vaciada, los camposantos de estos pueblos son los lugares que más crecen. Allí reposan los lugareños, pero también muchos de los que emigraron. Aquellos vecinos que se fueron buscando un futuro mejor, vuelven a la tierra donde nacieron para reposar eternamente junto a sus ancestros.

Cuando ocasionalmente vuelvo a mi ciudad natal, no siempre, pero de vez en cuando visito su necrópolis. Ahora mi itinerario entre las tumbas del camposanto se hace cada vez más largo y penoso, ya son muchos de los míos los que reposan allí, y sus fotos empiezan a estar descoloridas.

Pero aunque admito con naturalidad este sentimiento tanático y el culto a la muerte de los manchegos. Yo, a pesar de la distancia, a mis muertos los llevo siempre en la memoria.

Fdo: Rafael Toledo Díaz


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