Todo Mediterráneo (Carlos Candel)
Categoría: Mediterráneo
Mi nombre es Tsè Chiang. Vivo a orillas del Mediterráneo, el océano más grande del planeta. Mis padres dicen que bajo sus aguas se esconden grandes secretos de antiguas aventuras de otros seres humanos. Incluso hay quienes aseguran que allá abajo contienen la respiración ciudades enteras, a la espera de volver a emerger algún día. Aunque apenas queda vida en él, mi familia y yo seguimos subsistiendo gracias a sus aguas. La sal es hoy la moneda de cambio que utilizan los comerciantes nómadas. Aún contiene algunas trazas de plástico, pero ya podemos consumirlo sin riesgos para nuestra salud. Esta mañana, mientras revisaba la barrera de piedra que separa el océano de nuestras instalaciones, he visto algo flotando a lo lejos. Las olas lo empujaban una y otra vez contra las rocas. Era un fósil plástico. Antiguamente se encontraban muchos en las zonas costeras. Hoy son una rareza. Sé que estuvieron prohibidos en todo el mundo antes de la Primera Gran Inundación. Pero algunos quedaron flotando como boyas tóxicas a la deriva durante siglos antes de degradarse y hundirse. Algunos estudios científicos determinaron que se usaron para almacenamiento de agua dulce. Tras la Segunda Gran Inundación, cuando alguien encontraba alguno, era preciso avisar a los cuerpos de seguridad del plástico. Estos se encargaban de tomar las medidas pertinentes antes de proceder a su apertura. Se les dio el nombre de fósiles plásticos, a pesar de que no superaban el milenio de edad, debido a que en muchos casos habían quedado atrapados en su interior organismos de otras épocas. Casi siempre muertos, pero en el caso de algunos patógenos, habían logrado sobrevivir e incluso multiplicarse en un estado de semiletargo. De ahí que fuera peligroso abrirlos sin precaución. Pero en el interior de este fósil creo que solo hay un pedazo de papel enrollado. El plástico está algo deformado y cubierto de algas, tal vez por eso haya resistido tanto tiempo el efecto del sol y el agua, pero en algunas partes aún se puede adivinar el contenido de su interior. Y a juzgar por su peso, no contiene ningún líquido. De manera que me he decidido a abrirlo. En el extremo superior he encontrado un elemento redondo de una tonalidad más oscura que debía de utilizarse como tapón, pero ahora está completamente pegado al resto del envase por el calor y la proliferación de algas. Así que he tenido que romperlo. No ha sido fácil. A pesar de los años, el plástico era más flexible y resistente de lo que pensaba. Me he ayudado de una pequeña navaja que utilizo para cortar cuerda, con mucho cuidado de no romper el contenido. El papel estaba algo amarillento por la permanente exposición a la luz, pero se conservaba en buen estado. Alguien lo había enrollado previamente para poder introducirlo en el interior. Y para mi sorpresa, también lo había escrito. El idioma usado es el mismo que yo hablo, el español. El idioma que usaban los antiguos habitantes de España. Mi madre me dijo que vivían muy lejos de China, y que su país se sumergió bajo las aguas del Mediterráneo tras la Tercera Gran Inundación. Su economía era bastante pobre por aquel entonces, a pesar de haber sido un imperio, pero su idioma había conseguido imponerse contra todo pronóstico como el idioma del planeta. El ya desaparecido chino que hablaron mis antepasados debía de ser demasiado complejo y con innumerables dialectos incomprensibles entre sí. “Me llamo Julio y tengo 11 años”, comienza el texto, fechado en “algún día de 2111”, justo un año después de la Tercera Gran Inundación. En él, el pequeño cuenta que ha huido junto a su familia de una guerra que está asolando su país, España. No sabía que España hubiera estado en guerra, de manera que he preguntado a mis padres sobre ello y me han respondido que ésta se desembocó como consecuencia de las migraciones producidas en el continente tras la Primera Gran Inundación. Como consecuencia, se aprobó en la antigua Europa la creación de un enorme muro que impidiera el paso a los inmigrantes. España, por su orografía, era el lugar ideal para construir el muro que sirviera de barrera. Una barrera que impidió el paso a todos, incluso a los españoles. Un muro que, tras la Segunda Gran Inundación dejó de ser útil, sobre todo porque quedó sumergido bajo el agua. “Necesito ayuda urgente, a quien pueda escucharme…”, continúa explicando en la carta que él mismo ha introducido en el objeto que en esas fechas ya debía de estar prohibido, al que nombra “botella”. “Abandonamos la costa de Cuenca el 21 de agosto de 2108 subidos en una balsa hinchable, junto a otras noventa y siete personas…”, explica para más tarde relatar que buscaban llegar hasta la costa checa en un viaje que debía durar varios días y que muy poca gente lograba acabar con vida. “A los dos días de navegación se nos acabó el combustible y quedamos a la deriva…”. El niño describe más tarde, en un par de líneas, que la siguiente noche naufragaron a causa de una terrible tormenta. “Escuchaba las voces de mi familia pidiendo ayuda y yo estaba tan asustado que ni siquiera podía gritar…”, decía. En la oscura noche cerrada, luchando contra un mar furioso, tuvo la suerte de toparse con los restos de la balsa. Un pedazo de goma de unos tres metros de largo que se había desgajado del resto de la embarcación a causa del oleaje y los tirones de los pasajeros y que ahora se mantenía a duras penas a flote. Otros siete náufragos también consiguieron alcanzarla y subirse, entre ellos, su padre. Para el resto era demasiado tarde, les habían perdido la pista. Después de dos días estaban al borde de la deshidratación. Sin agua que beber, tres de los ocupantes de la balsa, fallecieron. Un día más tarde chocaron contra el borde de lo que parecía ser una isla. Solo que esta isla no estaba hecha de piedra y arena, sino de desperdicios flotantes que las corrientes habían conducido, lo mismo que a ellos, hasta el centro mismo del Mediterráneo. Aún así era un lugar donde poder descansar y buscar alimento y agua. El padre de Julio trató de tomar tierra, pero sus pies se hundieron entre los restos de plástico, botellas y bolsas que formaban la línea costera de la isla. Estaba tan débil que fue incapaz de regresar a la balsa y murió ahogado. Otros dos náufragos lo intentaron también y sufrieron la misma suerte. Los otros dos murieron a causa de la falta de agua durante la noche. Julio se quedó sólo. Estaba al límite de sus fuerzas, semiinconsciente, cuando chocó contra una superficie dura. Miles de plásticos se habían ido amontonando y fundiendo unos sobre otros por el efecto del sol, formando una plataforma de varios kilómetros de longitud. En ella pudo sobrevivir hasta que escribiera esta carta, bebiendo el contenido que aún se almacenaba en el interior de las botellas y pescando algún pez con trampas de plástico. También encontró materiales útiles que secó al sol, como en pedazo de papel que ahora yo sostenía entre mis manos y un lapicero de madera con el que consiguió escribir la carta. Incluso pudo construirse una cabaña que le protegiera del frío, el sol o la lluvia. Quizás nunca llegara a las hoy inexistentes costas de la República Checa y lo más probable es que nadie acudiera en su ayuda, puesto que su desesperada llamada ha sido recogida por mí, hoy, más de quinientos años después de que la escribiera, en las costas de este nuevo continente. O puede que aquel pequeño fuera un pionero, nuestro nuevo comienzo, el inicio de todo. Mis padres me han hablado de esa isla de plástico derretido. Siempre pensé que se trataba de una antigua leyenda. Un cuento para niños. Al final de la misma se explica cómo cantidades enormes de desperdicios se fueron uniendo a ella hasta formar un nuevo continente, el único que consiguió mantenerse a flote tras la Última Gran Inundación, cuando el Mediterráneo lo cubrió todo al fin. Cuando el Mediterráneo lo era todo. Un continente formado en su totalidad por plástico. Árboles de plástico, edificios de plástico, bicicletas de plástico… Un continente que ahora conocemos, en honor al sumergido país sobre el que supuestamente nos encontramos, con el nombre de China.