La nave se posó sobre el
terreno rojo con inesperada ligereza. Nada que ver con las
vicisitudes acontecidas durante el viaje. La misión empezaba a
tornarse cada vez más probable. Una tarea de salvamento en la que
llevaban trabajando diez años y que estaba a medio camino de tener
éxito. Lo más difícil ya estaba hecho. Llegar. Pero la polvoreda
levantada por los reactores anunciaba aún mucho camino, y nada
fácil, por delante. El capitán Lebrod era consciente de ello. Eran
pioneros, o al menos así lo habían anunciado a todos los medios.
Quizás los últimos, pero aún quedaba mucho esfuerzo por delante.
La última palabra no estaba dicha aún. Otros diez años y ya,
vuelta a casa. Nada de naves cargadas de ricos huyendo del desastre
medioambiental. Nada de explotar meteoritos ni salvar al mundo de una
invasión alienígena. Su cometido era mucho más sencillo: preparar
las infraestructuras necesarias para convertir al nuevo planeta en el
vertedero de la Tierra. Construir unas nuevas letrinas para salvar a
la humanidad de morir ahogada en su propia mierda. Y, ya de paso,
llevarse consigo todo cuanto encontraran de valor para seguir cagando
a su antojo, ahora sabedores de disponer de un mayor terreno que
corromper. La colonia había decidido, al fin, quedarse y destruir
otros territorios.
“¿Para qué huir a
otros mundos si podemos volver a convertir éste en el paraíso que
siempre ha sido?”, había dicho el Secretario Superior de Estado de
Naciones Comprometidas con el Medioambiente, Arthur Cheouwn.
Tras posarse el polvo y
recobrar la visibilidad, encontraron algo inesperado que hizo que
Lebrod aplazase los planes. Allí, a tan sólo un par de kilómetros,
quizás tres, una construcción. Pequeña, de no más de cinco metros
de altura y otros diez de ancho. Pero allí estaba, no cabía duda.
Una edificación muy similar a los contenedores de obra que son
frecuentemente utilizados para actividades efímeras. “Tenemos que
salir”, anunció contrariado Lebrod a la tripulación. Quizás no
todos, una pequeña patrulla de reconocimiento. Lo suficientemente
preparada como para afrontar cualquier tipo de situaciones. Puede que
aquel planeta no fuera virgen, tal y como les habían asegurado. Tal
vez otro Estado se les hubiera adelantado. O incluso, algo mucho más
inverosímil, se tratara de una instalación extraterrestre. Nada era
descartable aún.
Por supuesto, el capitán
formaría parte del equipo de inspección. Una de las instrucciones
más claras que había recibido antes de partir es que debía
encontrarse al frente de cualquier movimiento que dieran.
Se enfundaron en los
trajes y salieron a la intemperie estática. Un alumbramiento
colectivo, insonoro y seco, hacia un nuevo mundo sin vida. Todo
cuanto les rodeaba parecía haber existido siempre. Lebrod guardaba
para sí la sensación de que hasta la última roca les observaba,
pendientes de cada paso, de cada suspiro entrecortado e incluso de
cada pensamiento. No fue fácil alcanzar el objetivo. Una especie de
hangar militar en mitad de la nada. Y, al llegar, de nuevo un
alumbramiento. Esta vez a la inversa, quizás más parecido a volver
a la vida. Puede que, en realidad, la muerte la dejaran fuera, o no.
Con absoluta normalidad abrieron la escotilla y se arrojaron dentro.
Estaban entrenados para contener emociones. Habían sido
concienzudamente insensibilizados para afrontar todo tipo de
situaciones sin que éstas pudieran dañar la misión.
Dentro, una corriente
cámara de presurización donde recobrar el aire y poder desprenderse
de la escafandra. Cosa que, por supuesto, no hicieron. Todo era
aterradoramente familiar. Otros tres trajes reposaban ya en sus
respectivas perchas. Alguien s eles había adelantado, ya no cabía
duda. Pero… ¿quién?
Al otro lado de la
siguiente escotilla, salvado ya el margen de seguridad, les esperaban
ante un hangar prácticamente vacío y oscuro, dos mujeres y un
hombre. De pie, ante una mesa de unos cuatro metros de largo. Unos
focos iluminaban sus rostros ineludiblemente humanos. Les recibieron
con sonrisas y una amabilidad desconcertante. Bajo la mesa, una
multitud de cajas de cartón. Sobre la mesa, libros. Decenas de
flamantes libros recién impresos.
Una de las mujeres
portaba un par de ellos en la mano y se los ofreció a Lebrod.
“¡Enhorabuena!”, le
dijo. “¡Lo habéis conseguido!”.
“Dos de estos son para
cada uno de vosotros, completamente gratis, sólo por completar la
misión”, afirmó el hombre. “Pero no os preocupéis, podréis
adquirir cuantos queráis a precio de coste, vuestras familiares y
amigos estarán deseando leerlos”.
“¡Está todo aquí!”,
le interrumpió la tercera. “Las negociaciones geo-estratégicas,
los trastornos emocionales del capitán Lebrod, el despegue, los
conflictos entre la tripulación en el trayecto, el fallo de las
cámaras criogénicas, el choque contra la basura espacial… ¡Y
todo narrado por el mejor escritor de Inteligencia Artifical de
nuestro tiempo!”.
“Ahora ya pueden
regresar”, afirmó el hombre. “El relato ya está hecho. Háganme
caso, este libro va a ser todo un éxito. Compren cuantos puedan y
llévenselos a la Tierra. No tendrán que volver a preocuparse por el
dinero. Su misión ha concluido. Del resto se encarga la Empresa”.
El capitán Lebrod no
daba crédito. Se aproximó de forma automática hacia la chica y
recogió los correspondientes libros. “Misión de salvamento”,
rezaba el título. “¡Qué original!”, se dijo para sí mismo,
cargado de cinismo. En la portada, la imagen de la SavEarth, la nave
que había tripulado, surcando la oscuridad más absoluta. Sin saber
por qué, ojeó rápidamente el interior. Unas setecientas páginas
resumían la aventura.
“Está mal”, dijo al
fin. “¿Cómo dice?”, preguntó la mujer, desconcertada. “El
título. Me refiero al título”, explicó el capitán. La chica
sólo gesticuló haciendo entender que no sabía de qué le estaba
hablando.
“Debería titularse:
Todo es mentira.”.